Desde hace 25 años, a petición de las Naciones Unidas, el mundo celebra el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer. Fue en una resolución específica para la que se eligió el día exacto del calendario: el 25 de noviembre, aniversario del asesinato de las hermanas Mirabal, opositoras del dictador Rafael Trujillo, en República Dominicana.
Aquella resolución publicada en 2000 incluía en realidad el trabajo previo de la propia Asamblea de Naciones Unidas, que, empapada de la Tercera Ola del feminismo en los años 70, celebró en 1979 la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer y que finalizó 24 años después con una declaración especial sobre la mayor violencia de género que estará más cerca de todos los países.
En otras palabras, desde hace casi medio siglo el mundo se pronuncia contra una de las violencias humanas más evidentes: la que sufren las mujeres por el hecho de ser mujeres. Esa violencia, que en el siglo XXI muchos se niegan a reconocer como violencia con motivos y formas específicas, es el resultado de un sistema que reconoció a los hombres como sujetos de poder, dándoles la capacidad de cometer violencia, y redujo a las mujeres a la posición de víctimas.
Este sistema que las sociedades democráticas intentan transformar ha encontrado una manera de legalizarse legal, social e incluso científicamente desde el siglo XIX en Occidente. Sí, el siglo XIX, el mismo siglo de gran progreso científico y tecnológico de la era moderna, del nacimiento de los primeros Estados liberales y más tarde de la democracia, es el mismo que legitimó científicamente el patriarcado y convirtió así a las damas del siglo XIX en las primeras víctimas "oficiales" de sus diversas formas de violencia.
Ellas, quienes dieron origen al feminismo como corriente de pensamiento liberadora de hombres y mujeres, fueron las primeras en quedar legalmente sujetas al poder de los hombres.
Los padres y los maridos enseñan.
Los códigos civil y penal que regulaban las relaciones sociales nacieron en el siglo XIX con el supuesto de que las mujeres debían estar protegidas por los padres o los maridos. Su capacidad de mediación se ve negada incluso en sus relaciones románticas por un concepto de honor que los infantiliza.
Al mismo tiempo, sus cuerpos están controlados por una medicina sesgada por la moral imperante. La ciencia convencional considera a las mujeres como seres intelectual y sexualmente inferiores. Su sexualidad está científicamente construida a partir de teorías que patologizan su capacidad para sentir deseo y placer, lo que no quiere decir que no haya habido discursos desde los márgenes que hayan cuestionado estas ideas.
Y fue entonces cuando se me ocurrió mirar este 25N: los orígenes de la violencia contra el cuerpo de las mujeres a través de su sexualidad.
Durante el siglo XIX, cuando la ginecología y la obstetricia se consolidaban como materias en las facultades de medicina, la teoría médica "inventó" dos enfermedades que atribuía a la expresión de deseo o placer sexual de la mujer. La histeria, que se utiliza como método universal para muchas otras patologías, y la ninfomanía se diagnostican al menor síntoma. Y tratamientos agresivos especialmente diseñados.
Según revistas médicas de la época, existían tratamientos puramente físicos que en casos extremos incluían la extirpación del clítoris, ovarios y útero como medida preventiva.
A esta práctica se sumaron otras, como la prohibición de la masturbación, que es considerada una práctica patológica, mientras que los masajes pélvicos se realizaban en consulta, aplicados manualmente o utilizando vibradores mecánicos y eléctricos, aunque su uso causó polémica por la posibilidad de provocar excitación sexual.
Esta última cuestión es fruto de una polémica suscitada hace muchos años por la historiadora de la tecnología Rachel Maines y posteriormente refutada, aunque al menos en la prensa especializada española estos vibradores aparecían como instrumentos para aliviar el "malestar femenino".
Electroterapia y bromuro contra el "libertinaje"
Las damas del siglo XIX eran sometidas a tratamientos como la electroterapia, el uso de corrientes eléctricas en diversas partes de la anatomía femenina, incluidos los genitales. Además, fueron tratadas con fármacos como el bromuro de potasio -recetado para combatir los pensamientos lascivos y el dolor de ovarios, ahora retirado de toda práctica sanitaria no veterinaria- y remedios naturales como la quinina, la valeriana y la belladona.
Los "histéricos" probaron platino, cloretón e incluso sangre del matadero. Cualquier cosa para controlar cualquier manifestación de deseo sexual fuera del interés reproductivo.
Aquellas prácticas más agresivas físicamente cayeron en desuso y fueron reemplazadas por terapias psicoanalíticas que también atacaban la salud mental de las mujeres. En el siglo XIX, las mujeres eran sometidas a tratamientos mentales como la hipnosis y, lo más radical, el confinamiento en asilos donde también se practicaba la hidroterapia, duchas frías bajo presión corporal.
La expresión de sus emociones y su condición de ciudadanas bajo la tutela de padres y maridos las convirtió en víctimas de una violencia que hoy suena lejana y casi anecdótica y que fue destruida precisamente gracias a las conquistas que el feminismo y las investigaciones con perspectiva de género hicieron desde los márgenes.
El mismo feminismo que impregnó la convención de la ONU desde 1979 y que este 25N nos hace tomar conciencia de que vivimos y nos amamos, aunque estemos "viviendo de milagro".
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