Las montañas cubren aproximadamente una cuarta parte de la superficie terrestre. Además de su valor ecológico, sustentan directa o indirectamente a más de la mitad de la población mundial proporcionando servicios esenciales: suministran agua dulce a grandes ciudades y regiones agrícolas, regulan los climas locales y regionales, almacenan carbono en bosques y turberas, preservan una biodiversidad única y proporcionan recursos esenciales para la cultura, el ocio y el bienestar.
Sin embargo, en las últimas décadas, estos ecosistemas se han convertido en uno de los escenarios donde el cambio climático se manifiesta con mayor intensidad y velocidad. Lejos de ser territorios remotos o inmutables, están experimentando una profunda transformación con consecuencias ecológicas, económicas y sociales de gran alcance.
Territorios sensibles al cambio climático
Estos territorios son especialmente sensibles al calentamiento global, que en las zonas montañosas supera con creces la media mundial.
Este aumento de temperatura provoca una pérdida acelerada de nieve y un retroceso de los glaciares, con un impacto directo en la regulación hidrológica.
Muchos de los ríos más importantes del mundo dependen del equilibrio de la nieve y los glaciares para mantener su caudal. La disminución de la capa de nieve y el derretimiento prematuro alteran los flujos de agua estacionales, creando una mayor circulación de agua en invierno y menos en verano, cuando aumentan las demandas agrícolas y urbanas. Por tanto, este desequilibrio no sólo afecta a la biodiversidad, sino también a los recursos humanos, la generación hidroeléctrica y la seguridad alimentaria.
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El calentamiento global también está ejerciendo una fuerte presión sobre la biodiversidad de las altas montañas, una de las más singulares y frágiles del planeta. Muchas especies se desplazan a mayores altitudes en busca de temperaturas más bajas, pero en los sistemas montañosos este límite altitudinal es limitado.
En consecuencia, las especies adaptadas a ambientes fríos, desde plantas alpinas hasta aves, insectos y anfibios, están cada vez más acorraladas y, en algunos casos, al borde de la extinción local.
A esto se suman los desequilibrios en los ciclos fisiológicos -los ritmos de las funciones biológicas- que crean una creciente asincronía entre especies que dependen unas de otras. Estos cambios afectan procesos ecológicos importantes como la polinización, el control de plagas o el ciclo de nutrientes.

La rana de pino (Rana pirenaica) es una especie endémica de algunas zonas montañosas españolas amenazadas por el cambio climático y las actividades humanas, entre otros factores. Benny Trapp/Wikimedia Commons, CC BI-SA Impacto de las actividades humanas
A estas presiones se suma la creciente influencia humana. El auge del turismo, la urbanización de los valles, la construcción de infraestructuras y la creciente demanda de agua y energía están transformando rápidamente los ecosistemas de montaña. Este aumento de uso favorece el desplazamiento de especies autóctonas y cambia el equilibrio ecológico, especialmente en zonas de alta sensibilidad ecológica.
También hay un factor menos visible, pero igualmente decisivo: la deposición de contaminantes en la atmósfera, especialmente nitrógeno y fósforo. Aunque a menudo se perciben como espacios aislados, las montañas reciben cantidades cada vez mayores de nutrientes de las actividades humanas a lo largo de largas distancias.
En muchos sistemas oligotróficos (es decir, adaptados a niveles muy bajos de nutrientes), como las turberas, las praderas alpinas, los suelos de alta montaña y los lagos glaciares, estos aportes exceden la cantidad que pueden soportar, alterando la química del agua, favoreciendo la proliferación de algas y desplazando a las especies nativas adaptadas a ambientes pobres en nutrientes. Como consecuencia, se reduce la capacidad de estos ecosistemas para depurar el agua, almacenar carbono o mantener su biodiversidad característica.
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Centinelas del cambio global
Por lo tanto, el impacto de los cambios globales en las zonas montañosas es claramente multifactorial. El efecto combinado del cambio climático, la reducción de la ganadería extensiva, la contaminación atmosférica y la creciente presión constructiva están aumentando la frecuencia e intensidad de los fenómenos extremos y los incendios forestales y transformando elementos icónicos del paisaje. Los glaciares están desapareciendo, las turberas se están degradando, los bosques crecen en elevación o cambian de composición y los lagos de gran altitud están experimentando cambios químicos y biológicos sin precedentes.
Este conjunto de cambios afecta directamente a actividades clave para las comunidades locales, como la ganadería extensiva, el turismo, la producción de alimentos y el suministro de agua. La intensificación de la presión humana amplifica estos efectos y acelera la degradación de ecosistemas naturalmente frágiles. Si esta tendencia continúa, las regiones montañosas enfrentarán grandes desafíos para mantener sus pilares económicos y el modo de vida de sus comunidades.
Por su sensibilidad y su papel estratégico en el funcionamiento del planeta, las montañas se han convertido en centinelas del cambio global. Lo que ocurra en ellas predice escenarios climáticos y ambientales que afectarán a otras regiones en las próximas décadas.
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Proteger estos ecosistemas y fortalecer su resiliencia es esencial para garantizar los servicios ecosistémicos que sustentan a millones de personas y preservar un patrimonio natural invaluable. En este contexto, en los próximos años será fundamental consolidar y ampliar las estrategias transfronterizas de mitigación y adaptación en las regiones de montaña, siguiendo el ejemplo de iniciativas pioneras en Europa como la Estrategia de los Pirineos contra el Cambio Climático (EPiCC) y el proyecto LIFE Pyrenees4Clima, que promueve su implementación.
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